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Los
surfistas improbables del Chocó
Sobre las olas algunos jóvenes practican un deporte
improbable: el surf. Y esquivan la adversidad.
Por: JULIAN ISAZA
CARRUSEL No. 1652, EL TIEMPO, Impresa y virtual, 16 de julio de 2015. Editorial y páginas 8 a 13
El Pacífico se hincha. Las espaldas húmedas de cinco
surfistas brillan como caparazones de tortugas. Suben, bajan. La serie que
viene es perfecta: siete olas de cuatro metros. El poderoso océano se rompe
contra el continente. Inhala, exhala. El sonido de la masa de agua contra las
piedras es el rugido de una bestia. El chico bracea, se impulsa, asciende
acostado sobre su tabla, mira hacia atrás, toma posición. Una muralla líquida
lo levanta, él se descuelga. Es un punto mínimo en la vertical de la ola. Deja
una estela como una gota que baja por una pared verde. Rasga el mar.
Es la mañana de un domingo de mayo y el cielo es una bóveda
lechosa atravesada por una formación de pelícanos. A un lado, el horizonte, esa
línea que separa agua y aire, se pone difusa en la bruma; al otro, la jungla se
alza sobre afiladas rocas negras. Cabo
Corrientes, en el municipio de Nuquí,
es la combinación exacta –atemorizante y bella– de todos esos factores que
producen olas potentes: vientos, mareas, corrientes, violencia. Olas de clase
mundial en un lugar improbable: Chocó.
Y para surfistas improbables: chocoanos. El lugar más pobre de un país pobre,
donde la exuberancia natural contrasta con la miseria humana.
Contraste. Tom Wolfe describió en La banda de la casa de la bomba a los surfistas de La Jolla,
California, más o menos así: adolescentes bellos, rebeldes, con el pelo del
color del maíz y obsesionados con la juventud. El subproducto playero de una
sociedad próspera, la insubordinación del ‘american dream’. Esos rubios de
póster que podrían ser el negativo de estos muchachos de piel negra que viven en
un punto remoto de un país del tercer mundo. Pero aquí, tan lejos de todo, tan
en la periferia de cualquier cosa parecida a la comodidad, los chocoanos
parecen encontrar lo mismo que los californianos cuando están sentados a
horcajadas sobre sus tablas: el misterio del océano, efecto hipnótico de eso
que Wolfe llamó el “Oh Poderoso Sobrecogedor Pacífico”.
—En una ola usted no siente rabia, rencor, pelea. No siente
nada malo, solo disfrute, goce, emoción –dirá Néstor Tello mientras el goteo de
agua salada cae desde la punta de su nariz. Clap, clap.
Ahora Pilli se desliza en su tabla. En la distancia, es una
figurita oscura que balancea sus brazos y avanza a toda velocidad. La ola es
una bestia descomunal que comienza a derramarse sobre sí misma, a colapsar en
un inmenso bucle que brama a la espalda del surfista. Pilli desaparece en la
espuma blanca, como tragado por un animal rabioso, pero luego de tres segundos
sale por uno de los extremos aún de pie sobre su tabla, sus brazos están
arriba, su boca abierta y sus dientes expuestos. Pilli grita de júbilo. Y ríe.
Oh Poderoso Sobrecogedor Pacífico.
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Pilli surfeando una ola en Cabo Corrientes
***
—Yo las pinté cuando estaba en la escuela. En la primaria.
Este es un pez vela y esto es un morrito. Estos son pajaritos y los de allá son
delfines. Siempre me ha gustado mucho el mar.
En la pared contigua hay un afiche grande, se trata de un
surfista que baja casi verticalmente por la pared de una ola azul. La foto es
pura épica: un hombre con los músculos tensos se agacha sobre su tabla de fibra
de vidrio y doma una ola que rebosa de espuma y de amenaza. Néstor la mira un
rato y dice: “Ese es un gran surfista, se llama Cory López, es de Estados
Unidos. Es muy radical, imagínese esa maniobra, eso es un snap que se tiró ahí.
Ufff”. El hombre sonríe y las mejillas se llenan de pliegues.
Hace cinco años, cuenta Néstor, aprendió a montar olas, cuando
trabajó en uno de los hoteles cercanos –en El Cantil– donde el dueño practicaba el deporte. Allí su patrón le enseñó
algunas cosas, otras las aprendió solo y surfeó todos los días. Hasta ese
momento su vida era un sueño: el sueño de estudiar para ser profesor de
idiomas, de conocer el mundo, de convertirse en alguien importante, de
comprarse cosas bonitas. Un sueño que no se cumplía. Pero luego de pararse en
una tabla despertó y sintió esto que dice despacio, enfatizando las sílabas:
“El placer más grande de la vida”. Y enseguida agrega: “Yo no sé si exista algo
que alegre más el corazón que estar 10 o 15 segundos sobre una ola, pero si
existe, me alegro”.
Néstor bien podría ser lo que se conoce en el mundo del surf
como un soul surfer, un término que se acuñó en la década de los 60 para
nombrar a aquellas personas que viven la epifanía de la ola y entablan una
relación espiritual con el mar sin vanidades, sin la jactancia de quien
compite. Una especie de monje playero que filosofa sobre la ola rompiente.
Néstor no sabe qué significa soul surfer, pero no tiene problemas para
resumirlo: “El mar para mí es vida. Allí está mi pescado, mi deporte. Yo lo
miro y es como mi tranquilidad, uno ve el atardecer. Uno pesca y es como
llenarse de vida. El mar enseña a respetar a la naturaleza, porque el mar es
fuerza, las olas pegan fuerte, entonces usted se da cuenta de que la naturaleza
es poderosa”.
El hombre, delgado como una lámina, se acomoda la gorra y
sonríe. Su boca es gruesa y deja a la vista una hilera de dientes blancos y
fuertes. Luego se para y sale al patio de su casa, me muestra sus bienes
terrenales: ocho gallinas y un modesto motor Suzuki de 15 caballos de fuerza
que usa para ir, con otros surfistas, a Cabo Corrientes. Me explica que al
motor hay que endulzarlo, que no es otra cosa que lavarlo con agua dulce para
que la sal no lo estropee. Mientras lo limpia, habla de su mar, de las olas, de
los niños a los que les enseña el deporte para que sientan lo mismo que él.
Dice que al principio fueron 15 niños, luego 30 y que ahora tiene 60 alumnos en
Termales –su pueblo– y otros 30 en la población vecina de Partadó.
—El mar enseña muchas cosas.
—¿Qué enseña?
—Enseña a tener paciencia, por ejemplo. Hoy el mar está
calmadito, pero en la otra semana pueden estar cayendo olas gigantes. Uno tiene
que esperar a que caigan las olas. Además es el único deporte que se relaciona
ciento por ciento con la naturaleza. Con el surf usted no necesita hacer una
cancha o una pista: la ola está ahí, pero si daña el lugar, la ola se le va.
Luego se queda callado un par de segundos, como dudando, y
dice:
—Lo otro es que con el surf los pelados se alejan de los
grupos al margen de la ley, del narcotráfico, que es como el medio más fácil de
plata que hay. Hace unos años estuvieron por la zona invitando a los jóvenes
para trabajar, dándoles armas, ofreciéndoles sueldos. Y eso tienta a muchos
jóvenes, porque aquí es difícil trabajar y tener mensualmente un dinero.
Entonces por medio del deporte es posible que la gente coja una buena
disciplina, que busque otras cosas y eso hace que se mantengan bien y no sean
malos.
Entonces su lógica es esta: es mejor irse al mar que irse al
monte.
***
La habitación de la posada en la que me hospedo es un cubo
de madera con dos camas, dos toldillos y una pequeña mesa. Una araña huesuda y
gris, como la mano de una anciana, reposa detrás de la cabecera y luego
desaparece veloz detrás del catre. Afuera el sol escondido detrás de nubarrones
carga el aire con viscosidad. La brisa es apenas un vaho lento y caliente y la
superficie platinada del mar produce olas enclenques.
Termales es un caserío alargado que se riega a lado y lado de una terrosa calle principal. Son 45 casas fabricadas, en su mayoría, con tablas ajadas y grises. Hay poco: Una tienda, un par de posadas, una escuela primaria y un bar. También hay perros y gatos flacos que salen de todas partes y husmean por ahí. Señoras que barren o se sientan afuera de sus casas a ver particularmente nada. Hombres sentados en sillas plásticas que, luego de pescar, desocupan botellas de ron. Y niños descalzos y delgados que les agarran la cola a los perros o se esconden detrás de las señoras o miran a los hombres o solo corren y se persiguen entre ellos. Los 237 habitantes parecen contemplar, sin afanes, cómo los días nacen y mueren.
Al caminar por la única calle del pueblo, con el océano a la
izquierda y la jungla a la derecha, es fácil armar una bella postal del atraso
y pensar en todas esas virtudes que se le endilgan a la vida que –con ligereza–
llamamos ‘simple’: el mar y la tierra proveen el alimento, la vida transcurre a
una velocidad quelonia, un jardín jurásico se levanta en el patio trasero. Pero
la ingenuidad tiene la fragilidad de una burbuja y la evidencia termina por
probar que la vida simple suele ser la vida dura. Es decir, ese tipo de vida
que se vive en un lugar donde no hay empleo, ni salud, ni educación, ni
electricidad ni agua potable. Donde la mortalidad infantil se multiplica por
cuatro, donde la esperanza de vida es de 58 años. Donde los grupos armados y el
narcotráfico acechan y tientan.
A las cuatro de la tarde el silencio se acaba. La clase de
surf comienza y 25 niños entre los 5 y los 17 años se arremolinan en la playa. Ryan Butta, un australiano que desde
hace tres años visita la zona –y que junto a su esposa, Carolina Salamanca, y
su amigo Mike Keough creó la
fundación Buen Punto para apoyar a estos deportistas–, va chocando los
puños con los chicos que empiezan a rodearlo. También va contando historias
como estas: “Diana Marcela –12 años– en el primer torneo en Barranquilla quedó
segunda” o “en el segundo torneo en Santa Marta, Pilli –19 años– llegó en
tercer lugar en el abierto masculino” o “Paco –14 años– dejó novia cuando lo
llevamos a Australia” o “esta niña –una pequeña de ocho años que ahora le rodea
la pierna con un brazo y chupa una bolsa plástica– estuvo muy enferma, vomitó
un gusano así de grande –y separa ambos índices 15 centímetros para dar la idea
del tamaño–”. Lucero, Carru, Rosa, Mónica, Norlady, Karen, Juliana, Jenny,
Manuela, Mariela, Camila, Gayli, Gamisa, Laysi, Lady, Mariana, Paco, Jason,
Jeyfi, Pilli, Gabriel, Juan Carlos, Camilo, Didier, Juan, Zarco. Todos le hacen
bromas, le agarran la mano, le cuentan cosas, juegan con él. El tipo, largo y
blanco, ríe.
Néstor, el entrenador, les pide a sus alumnos que se sienten
y les indica lo que deben hacer en el agua, les repite cómo acomodar el cuerpo,
cómo remar con los brazos, cómo pararse, cómo cazar la ola. Luego propone un
juego para calentar y más tarde les entrega las tablas para que se metan al
mar. Entonces hay surfistas de 90 centímetros sobre olas de 30. Niños que se
paran en sus tablas y despliegan habilidades durante los 10 o 15 segundos en
los que una ola se convierte en ese fenómeno magnífico que se levanta, se
encrespa y se vuelve pura felicidad líquida, para luego convertirse en un suave
baño salino en la arena.
Ryan, con la mirada en los surfistas, que a esta hora son
siluetas delineadas por un sol naranja que se sumerge en el horizonte, dice que
el club de surf tiene reglas que Néstor
ha puesto, como que todos los niños deben asistir a la escuela, que deben sacar
buenas notas o que no pueden matar nada, porque “si matas una iguana, por ejemplo,
te quedas tres meses sin tabla”. También dice que con poco se puede hacer
mucho y que buena parte de las donaciones –tablas, alimentos, ropa, filtros
para el agua– las ha logrado reuniendo recursos con sus amigos, con algunas
empresas o haciendo pequeños eventos como exposiciones fotográficas. “Con esos
fondos también le cubrimos los gastos a Néstor y hemos mandado a estos chicos a
competencias en Barranquilla, en Santa Marta, en San Andrés y en Perú. Y el año pasado seis niños fueron a
Australia gracias a un programa de la Cancillería que se llama Diplomacia
Deportiva”.
Ryan Butta, fundador de la Fundación Buen Punto, junto a
Adela y su hijo Santiago.
http://www.clubdesurfdelchoco.com/
http://www.clubdesurfdelchoco.com/#!fundacin-buen-punto/c1sdg
http://www.clubdesurfdelchoco.com/
http://www.clubdesurfdelchoco.com/#!fundacin-buen-punto/c1sdg
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Un muy breve resumen histórico podría decir lo siguiente:
hace 300 años el surf era un ritual para los nativos hawaianos. Entonces los
sacerdotes le rezaban al mar para que ofreciera buenas olas y la nobleza tenía
prelación para demostrar sus destrezas sobre tablas de siete metros, luego el
pueblo podía lanzarse al mar sobre unas tablas más modestas de tres metros. Era
una diversión que conjuraba rencillas y que incluso resolvía disputas amorosas
en favor del más hábil y osado. Con la llegada de los europeos a la isla la
costumbre decayó y fue hasta principios del siglo XX cuando el campeón olímpico
de natación Duke Kahanamoku la trajo de vuelta y viajó por el mundo con su
tabla tradicional. Luego, durante las décadas de los 30 y 40 ganó popularidad,
pero el verdadero pico llegaría en los 60 con nuevos diseños y materiales para
las tablas y con surfistas que se convirtieron en leyenda, como Greg Noll, que
el 4 de diciembre de 1969 cabalgó la que se cree la mayor ola surfeada, una
masa de agua de seis pisos de altura en la playa de Makaha (Hawái), producto de
una tormenta en el Pacífico Norte. En esa misma década, los Beach Boys
compusieron el que sería uno de los himnos de los surfistas, Surfin’ USA. El
deporte se hizo un estilo de vida, incluso una propuesta estética y, durante la
segunda mitad del siglo, se esparció por el mundo.
A Termales llegó hace una década, con el turismo que
arribaba a la zona en busca de las migraciones de ballenas y de algunas olas.
Los chocoanos más jóvenes quedaron impresionados. Algunos de ellos recogieron
las tablas rotas o viejas que dejaban los visitantes, otros levantaron el
colchón y sacaron las tablas de la cama.
—Santiago cuando tenía unos seis años –ahora tiene 15– me
sacaba las tablas de la cama, con Mateo, mi otro hijo. Entonces encontraba las
tablas por allá todas mojadas y me tocaba regañarlos –dice Adela, una mujer
grande, a la que el cuerpo entero le tiembla cuando se ríe con el recuerdo y
que sueña con que su hijo se convierta en surfista profesional.
—También hacíamos tablitas de balso, una madera que flota
bien. Nos poníamos de pie en esas tablas. Eso era como a los 10 años –contará
Pilli.
Alrededor de 90 niños toman clases de surf de manera
gratuita.
***
Ahora Pilli camina por la playa conmigo. La arena gruesa y
marrón está cubierta por miles de cangrejos diminutos que se abren a nuestro
paso como una cortina viva. Vamos hacia Partadó, donde le ayuda a Néstor a
dictar clase. Pilli usa unas gafas de piloto tornasoladas, una gorra blanca
desgastada y una camisa azul. Pilli quiere verse como esos surfistas que ve en
las revistas que le trae Ryan. Hace lo posible. Habla de su viaje a Perú, que
le pareció “supermaravilloso”, aunque no pudo competir, también de la primera
vez que participó en el abierto masculino en Barranquilla, en el que quedó
quinto entre 50 participantes.
—He soñado surfear otras olas y aprender de todas las olas,
y conocer Chile, Brasil… bueno, muchos países.
Atravesamos las desembocaduras de un par de ríos, hacemos la
mitad del camino que recorre todos los días para ir a la escuela en Arusí –dos kilómetros más allá de
Partadó, que está a dos kilómetros de Termales–, donde cursa décimo. Pilli
cuenta su biografía, dice que cuando era muy pequeño sus padres lo dejaron al
cuidado de una tía de su mamá, “no me ponían buen cuidado y yo vivía así, comía
arena, no tenía nada”. Luego sus padres regresaron cuando cumplió nueve años y
lo dejaron al cuidado de su abuela y después, cuando tenía 14 años, se lo
llevaron a vivir con ellos. También dice que a su papá no le gusta que surfee,
que preferiría que estuviera pescando, pero “él no sabe la impresión que uno
tiene, lo que uno siente cuando uno está en el agua”. Enseguida calla y un
segundo después sonríe.
—La primera vez que surfee fue porque el hermano de Tello
vino a hacer surf aquí en la playa. Yo estaba con unos chicos jugando fútbol,
tenía como 10 años. Yo le dije “présteme la tabla que seguro yo lo hago”. Y las
10 primeras olas me dieron revolcones, golpes, me caía, pero yo presentía que
me iba a poner de pie, porque lo veía superfácil. Hasta que al fin logré coger
una olita y me paré como unos cinco segundos. Yo sentí como una emoción, como
una vibra diferente y desde ahí empecé a surfear.
Al fondo aparece Partadó y 30 pequeños surfistas. La tarde
anfibia. La oferta ondulante del océano, los cuerpos zambulléndose como si
regresaran a la seguridad amniótica. La insinuación de una felicidad distinta,
tan compleja como primitiva. Una felicidad escapista.
***
Jonathan no habla mucho. Es un tipo duro, de mirada dura.
Apenas está dejando la adolescencia, pero su cuerpo es puro músculo. Esta
mañana alistó su tabla y se sentó en la parte de atrás de la lancha. Cruzó los
brazos. Las conversaciones las resolvió con dos frases cortas. Cuando habló
salió una voz suave, casi susurrada. Le falta un diente delantero. Me contarían
que su mamá se lo voló de un palazo, también que desde que era un niño tuvo que
criar a sus cuatro hermanos. Jonathan no dice nada. Tampoco parece buena idea
preguntarle. Él solo mira con dedicación a la nada.
En Cabo Corrientes tira su tabla al agua y luego se tira él
mismo. Rema varios metros. Caza una ola y se cae. Litros de agua salada lo
mandan al fondo. Luego sale, lo intenta de nuevo varias veces. Logra
deslizarse. Se aleja de Pilli, de Néstor, de Santiago. Monta dos buenas olas y
se sienta sobre su tabla. Se queda ahí, balanceándose en el oleaje. En su boca
hay una línea blanca interrumpida por un espacio negro. Jonathan está
sonriendo.
Es lo que él recibe del surf.
Es lo que todos reciben del poderoso y sobrecogedor
Pacífico.
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*Julian Isaza es el autor del libro crónicas 'Alucinación o
barbarie' (Ediciones B).
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